lunes, 19 de enero de 2009

Giuseppe Tomasi de Lampedusa: El Gatopardo. («Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie», )

"... Pocas veces nos encontraremos con un libro tan asociado a su autor como éste, o viceversa. Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa (Palermo, 1896-Roma, 1957), lo escribió cuando ya había sobrepasado los 60 años y, al poco de su conclusión, murió sin verlo publicado. Es su única novela y una de las póstumas más famosas de la literatura universal. Puede decirse que Il Gattopardo (Leopardo jaspeado), animal que aparece en el emblema de la familia del protagonista, el príncipe siciliano Fabrizio Salina, es una obra madurada durante toda una vida. Transcurre en la época de la unificación de Italia, en plena decadencia de la alta aristocracia rural de Sicilia. Los acontecimientos se narran con una exquisita erudición histórica, humor delicioso y fuerza expresiva de notables proporciones. La obra alcanzó un éxito que sobrepasó la mejor de las previsiones, sobre todo tras la adaptación de Visconti para el cine.
Mario Vargas LLosa en su ensayo La verdad de las mentiras nos dice que El Gatopardo es una de esas obras literarias que aparecen de tiempo en tiempo y que, a la vez que nos deslumbran, nos confunden, porque nos enfrentan al misterio de la genialidad artística. El Gatopardo se publico en 1957 y desde entonces no se ha publicado en Italia, y acaso en Europa, una novela, nos dice el autor peruano, que puede rivalizar con ella en delicadeza de textura, fuerza descriptiva y poder creador. Tiene sólo un interés muy relativo saber que el modelo del príncipe Fabrizio de Salina de la novela fue un antepasado decimonónico de Tomasi de Lampedusa: Don Giulio Maria Fabrizio, distinguido matemático y astrónomo, descubridor de dos asteroides —a los que bautizó Palma y Lampedusa— y que fue premiado por ello con un diploma de la Sorbona. Se casó con la marquesita Maria Stella Guccia y murió en Florencia, de tifus, en 1885, es decir dos años después que el personaje del que fue modelo. Está enterrado en Palermo, en el cementerio de los Capuchinos, muy cerca de su bisnieto, el autor de la novela. Éste es un dato útil, nos dice Vargas LLosa, para saber que Lampedusa, como hacen siempre los novelistas, fraguó su novela con recuerdos personales y familiares y una honda nostalgia. Su libro está atiborrado de personas y lugares a los que los arqueólogos literarios han identificado en la topografía de Sicilia y las relaciones del autor.Pero este cateo de fuentes sólo importa para conocer lo que Lampedusa hizo con ellas. ¿En qué transforma la novela esa Sicilia que simula reconstruir en ocho episodios que se inician, en mayo de 1860, con el desembarco de las fuerzas de Garibaldi en la isla y las contiendas que sellarán la unidad italiana y se cierran, medio siglo después, en 1910, con el desmantelamiento por el cardenal de Palermo del almacén de reliquias de santos entre las que languidecen, vueltas reliquias también, las señoritas Concetta,Carolina y Catalina, hijas del príncipe Fabrizio? La respuesta, nos dice Vargas LLosa, está en ocho murales de una suntuosidad renacentista en los que, como ocurre siempre en la pintura pero pocas veces en la narrativa, ha sido congelado el tiempo. Es verdad que en cada uno de estos cuadros hay una viva animación sensorial, un chisporroteo de colores, olores, sabores,formas, ideas y emociones tan atractivamente presentados que se abalanzan sobre nosotros desde la página inerte y nos arrastran en su hechizo verbal. Pero, propiamente hablando, no ocurre en ellos nada que los enlace y confunda en una continuidad, en esa sucesión de experiencias en que, en la vida real, nuestras vidas van disolviendo el pasado en un presente al que, a su vez, el futuro va devorando. En El Gatopardo, una novela cuya más explícita convicción ideológica es negar la evolución social, suponer una sustancia histórica que se perpetúa, inmutable, bajo los accidentes de regímenes,revoluciones y gobiernos, el tiempo ha sido adecuadamente suspendido en esos ocho paréntesis. Los hechos importantes no suceden en ellos. Ya han ocurrido, como el desembarco de Garibaldi en Marsala, o van a ocurrir, como el matrimonio de Tancredi con Angélica, la hija de Calogero Sedara. «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie», dice Tancredi al príncipe, antes de ir a enrolarse con los garibaldinos. La frase es la cifra de la concepción histórico-social del príncipe Fabrizio. Pero es, también, el emblema de la forma de la novela, una definición sutil de su estructura plástica en la que, aunque todo parece estar dotado de vida, de reverberaciones, el tiempo no fluye y la historia no se mueve. Como en Lezama Lima, como en Alejo Carpentier, narradores barrocos que se le parecen porque también ellos construyeron unos mundos literarios de belleza escultórica, emancipados de la corrosión temporal, en El Gatopardo la varita mágica que ejecuta aquella superchería mediante la cual la ficción adquiere fisonomía propia, un tiempo soberano distinto del cronológico, es el lenguaje. El de Lampedusa tiene la sensualidad del de Paradiso y la elegancia del de Los pasos perdidos. Pero tiene, además, una inteligencia más acerada y cáustica y una nostalgia más intensa por aquel pasado que finge estar resucitando cuando, en verdad, está inventándolo. Es un lenguaje de soberbia exquisitez, capaz de matizar una percepción visual, táctil o auditiva hasta la evanescencia y de modelar un sentimiento con una riqueza de detalles que le confiere consistencia de objeto. Todo lo que ese lenguaje nombra o sugiere se vuelve espectáculo; lo que pasa por él pierde su naturaleza y adquiere otra, exclusivamente estética. Lo que nos muestra la ficción en sus ocho cuadros fulgurantes es la encarnación de aquella teoría que nos proponen, de total acuerdo, el narrador y el príncipe Fabrizio: la Historia no existe. No hay Historia por que no hay causalidad ni, por lo tanto, progreso. Suceden cosas, sí, pero en el fondo nada se conecta ni cambia. Los burgueses empeñosos y ávidos como Don Calogero Sedara se quedarán con las tierras y los palacios de los aristócratas apáticos y los borbones clásicos cederán el poder a los garibaldinos románticos. En vez de un lustroso gatopardo, el símbolo del poder será un banderín tricolor. El príncipe Fabrizio acepta los trastornos históricos con filosofía, porque su pesimismo radical le dice que, en verdad, lo esencial no va a cambiar. Pero sí las apariencias, que, para él y los suyos —esa aristocracia que en el mundo de la ficción tiene el monopolio de la inteligencia y el buen gusto—, son la justificación de su existencia. Y es ese deterioro de las formas que vislumbra en el futuro lo que imprime a la personalidad del príncipe y al ambiente de la novela esa agridulce melancolía que los baña. Lampedusa no entendía tal vez muy cabalmente el mundo y, acaso, no sabía vivir en él. Su propia vida denota algo del inmovilismo de su visión histórica. Había nacido en Palermo, el 23 de diciembre de 1896, en el seno de una antiquísima familia que comenzaba a dejar de ser próspera, y sirvió de artillero en el frente de los Balcanes durante la primera guerra mundial. Hecho prisionero, se fugó y, al parecer, cruzó media Europa a pie, disfrazado. A mediados de los años veinte conoció en Londres a la baronesa letona Alejandra von Wolff-Stomersll, una psicoanalista, con la que se casó. Estos dos episodios parecen haber agotado su capacidad de aventuras físicas. Porque según todos los testimonios, los treinta y pico de años restantes —murió en Roma, el 23 de julio de 1957— los pasó en su ciudad natal sumido en una rutina rigurosa, de lecturas copiosas y cafés, de la que no parece haberlo apartado ni siquiera la bomba que, en 1943, pulverizó el palacio de Lampedusa,en el centro de Palermo, que había heredado. De la vieja casona de la via Butera, donde vivía, se lo veía salir cada mañana, temprano, apresurado. ¿Adonde iba? A la Pasticceria del Massimo, de la via Rugero Settimo. Allí, desayunaba, leía y observaba a la gente. Más tarde, en un café vecino, el Caflisch, asistía a una tertulia de amigos en la que acostumbraba permanecer mudo, escuchando. Era un incansable buscador de librerías. Almorzaba tarde, siempre en la calle, y permanecía hasta el anochecer en el Café Mazzara, leyendo. Allí escribió El Gatopardo, entre fines de 1954y 1956, y sin duda los relatos, el pequeño texto autobiográfico y las Lezzoni su Stendhal que han quedado de él. No tuvo contactos con escritores, salvo una fugaz aparición que hizo a un congreso literario, en el convento de San Pellegrino, acompañando a un primo, el poeta Lucio Piccolo. No abrió la boca y se limitó a oír y mirar. Leía en cinco lenguas —el español fue la última que aprendió, ya viejo— y su cultura literaria era, según Francisco Orlando (Ricordo di Lampedusa, Milano MCMLXIII), muy vasta. Sin duda lo era y la mejor prueba es su novela. Pero, aun así, la duda se agiganta cuando advertimos que este perseverante lector no había escrito sino cartas hasta que, a los cincuenta y ocho años de edad, cogió de pronto la pluma para garabatear en pocos meses una obra maestra. ¿Cómo fue posible? ¿Debido a que este aristócrata que no sabía vivir en el mundo que le tocó sabía, en cambio, soñar con fuerza sobrehumana? Sí, de acuerdo, pero ¿cómo, cómo fue posible? se pregunta al final de su ensayo londinense Vargas LLosa. "
Esta recensión es extracto y compendio de otras reseñas que se relacionan en los vínculos que siguen:

1 comentario:

  1. Hola! me encanta este blog. Llegué medio de casualidad desde otra página que hay del barrio, porque vivo también en el Porvenir. Me gustaría utilizar la reseña del gatopardo para el blog de un club de lectura de la Biblioteca Pública.
    Saludos,
    Maribel

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