miércoles, 18 de enero de 2012

Alejo Carpentier: El siglo de las luces.

"... La más importante de las novelas hispanoamericanas en las que se vierte un juicio histórico del Setecientos y de la Illustración es, tanto por su propia calidad literaria como por la influencia ejercida en sucesivas generaciones de escritores, El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier. En ella, Carpentier ha utilizado el símbolo de la luz para emitir sus juicios, articulándolo en diferentes alegorías que explican el significado histórico del siglo XVIII hispanoamericano y caribeño.De las novelas de Carpentier, El siglo de las luces es, junto a El recurso del método, la obra que presenta una reflexión más sistemática sobre la simbología luminosa,y, de hecho, este texto constituye en sí mismo, y desde el título, un ensayo ficcional sobre la inteligencia historiográfica y sobre la penetración de las ideas europeas en la Hispanoamérica del siglo XVIII.
Desde el comienzo de la novela, la acción está inmersa en el encierro y la oscuridad de la antigua casa señorial que ha conocido la muerte del padre. Si en un principio la llegada de Víctor Hugues a la casa donde viven en un desorden de fantasías literarias los dos hermanos huérfanos y su primo parece que es la responsable de la apertura de la casa, de la llegada del orden y de la vuelta de los jóvenes a una agenda diurna con la que pasan a ocuparse por fin del almacén heredado de su padre, la simplicidad de esta
interpretación se pone en evidencia enseguida, cuando el símbolo de las luces demuestre toda su complejidad y su preexistencia ajena a la llegada del ilustrado comerciante de Saint Domingue. Así, el simple tránsito ideal de los tres jóvenes desde el noctambulismo en la vieja casa colonial a las ideas de las Luces es cuestionable, en tanto que éstas suponen sólo el estímulo inicial para su descubrimiento de un mundo antillano que mostrará los visos de su complejidad. Sin embargo, no deja de resultar cierto que la llegada de Hugues será la que sirva para descubrir la contradictoria realidad de las luminiscencias y las sombras que se alojan en el propio mundo caribeño de los jóvenes, singularizándolo precisamente frente a esas Luces de la civilización europea.
Una de las citas más expresivas del sentido trascendental con que se mezclan y se apoyan la revolución y la ideología de las Luces es la digresión histórica que hace el narrador cuando Esteban se encuentra frente a las Bocas del Dragón, la desembocadura del Orinoco, en la que recuerda el engaño de Colón durante su tercer viaje al creer –o hacer creer que lo hacía– que había descubierto el Paraíso Terrenal. El recuento de las voces de los primeros cronistas de Indias le sirve al narrador para afirmar que el Nuevo Mundo había sido «alumbrado, iluminado» (318) por el mito de la Tierra de Promisión. La falsa sinonimia de los dos vocablos, acompañados de diversas connotaciones semánticas, sugiere que las ideas y la teología europeas habrían dado a luz el Nuevo Mundo desde sus propias expectativas culturales, y, lo que es más importante, que este nacimiento historiográfico esconde, detrás de su «alumbramiento» por la inteligencia creadora, una «iluminación», una revelación de tipo religioso.
Ahora bien, todas estas alegorías luminosas, integradas en un mismo sistema de sentido histórico, se pueden resumir en los dos símbolos más poderosos de la novela: la guillotina y el cuadro de Monsú Desiderio Explosión en una catedral. La guillotina, que, como metáfora de la naturaleza contraproducente de las Luces, viaja al Caribe en el mismo barco que el decreto de abolición de la esclavitud, es reducida a
arquetipo como la Máquina. De esta manera, actúa como emblema de la «modernización» que algunos autores (Dussel 1993: 65-76; Yúdice 1989: 105-128) suponen que sustituyó a la «modernidad» como materialización de los ideales ilustrados en las periferias culturales de las metrópolis. Cuando ya ha triunfado en Francia la reacción de 9 Termidor, Hugues desmonta la máquina para no volver a utilizarla más. En sus reflexiones aparece entonces, simbólicamente, la naturaleza oscura de las luces que representaba el cruel invento: «El reluciente y acerado cartabón [...] regresaba a su caja. Se llevaban la Puerta Estrecha por la que tantos habían pasado de la luz a la noche sin regreso»
A lo largo de todo El siglo de las luces aparece un cuadro, una tela de autor anónimo, llevada de Nápoles a La Habana y que termina en la casa de Madrid, titulada Explosión en una catedral. Esteban tiene siempre presente esa "apocalíptica inmovilización de una catástrofe" que contraría "todas las leyes de la plástica" —y, cabe apuntar, de la lógica dialéctica—. Se trata de "la visión de una columnata esparciéndose en el aire a pedazos —demorando un poco en perder la alineación, en flotar para caer mejor— antes de arrojar sus toneladas de piedra sobre gentes despavoridas". "No sé cómo pueden mirar eso", dice Sofía, experimentando tanta repulsa como fascinación por la imagen. En el cuadro se formaliza la gran aspiración de Esteban, y seguramente también de Carpentier: la suspensión de las catástrofes, de las grandes mutaciones, que jamás pueden ser contempladas objetivamente por los sujetos de la historia, sobre los cuales caen violentamente los restos del desastre, sin que alcancen a percibir la degradación del espacio en que se mueven.
Queda así expuesto otro de los grandes temas de Carpentier: el "inconcebible desajuste entre el tiempo del Hombre y el tiempo de la Historia. Entre los cortos días de la vida y los largos, larguísimos años del acontecer colectivo", según se expresa en La consagración de la primavera, desajuste que por sí solo explica la divergencia de las ideas que del mundo se hacen Víctor Hughes, confiado al tiempo histórico, empeñado en una empresa de consecuencias colectivas, y Esteban, atado al tiempo individual, necesitado de resultados concretos, visibles y positivos de sus propios actos, angustiado por un presentimiento de imposibilidad de todo progreso.
Esas dos tendencias estuvieron presentes en el espíritu de Carpentier a lo largo de toda su peripecia vital, como tensión irresoluble. La confianza en lo histórico le llevó a adherir a la revolución cubana, a participar de ella e inclusive a representarla, haciéndose cargo tanto de sus objetivos declarados como de sus errores ostensibles y sus evidentes desviaciones, mientras su acuciante deseo de realidades perceptibles le inducía a una duda metódica, sabia y rigurosamente elaborada para la literatura.
El de Carpentier es, pues, un caso único, que sólo podía darse en los primeros años de la revolución cubana: escribió una novela ferozmente lúcida sobre las metamorfosis del poder desde el interior de ese mismo poder, y salió con bien de ello. Al colorido y exuberancia del Caribe corresponden un estilo y un léxico frondosos, a la medida de la desmesura antillana. Largos párrafos se suceden, con escasos, breves y punzantes diálogos además de fascinantes descripciones de lugares y objetos.Carpentier era un apasionado de la radiante materialidad caribeña en una prosa pletórica de sensualidad, envolvente y fascinante.
Los pasajes históricos, referidos especialmente a la actuación de Víctor Hugues en calidad de agente de la Revolución, son fidedignos. Para su elaboración Carpentier hizo acopio concienzudo de fuentes documentales, proceso en que pudo además enterarse del destino de connotadas personalidades revolucionarias, caídas en desgracia y condenadas al destierro en la Guayana Francesa -destacan los casos de Jaques Billaud-Varenne y Jean-Marie Collot d’Herbois, quienes contribuyen al empaque histórico de la novela-. .."
Es extracto y compendio de otra reseñas:

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