viernes, 21 de junio de 2024

Estos días azules es un relato incluido en la colección de cuentos: No preguntes en la India por qué las vacas son sagradas y otros relatos

ESTOS DÍAS AZULES


Me falta el aire, madre. Tengo una sensación continua de ahogo. Esta insistente tos con sus sacudidas te arranca el alma. Si pudieras me dirías que tuve muchos avisos y que no hice el más mínimo caso. Me aconsejaron que dejara el tabaco y fuera más parco con el café, pero no he sido capaz de escribir sin fumar, como si ese pequeño abismamiento que provoca la nicotina abriera alguna puerta desconocida. El tabaco era las llaves de mis sueños y la cafeína la poción mágica que evitaba que pudiera salir de ellos. Ante la frustración y la tristeza, nada aliviaba y regocijaba más que un simple paquete de cigarrillos y una buena taza de café.

 Siento la respiración entrecortada tuya en la cama de al lado. Esta habitación es muy pequeña y si pudiera extender el brazo te tocaría. Ahora ya no dices nada. Estás postrada también, como si desearas acompañarme en este último lance. Me temo que cuando llegamos a Francia habías perdido la cabeza y no distinguías ni el tiempo en el que estabas ni el espacio donde te encontrabas. A veces me confundías con padre o con algunos de mis hermanos. Te empeñabas en que todavía vivíamos en Sevilla. Era inútil contradecirte. Madre, estoy viejo y enfermo, ya no tengo fuerzas para hablar. Quisiera gritar, pero no puedo moverme. Supongo que estoy desahuciado y me queda aguardar el final, a que la Parca taje con su guadaña el hilo que me une a este mundo.

 Ha sido un despropósito llegar hasta aquí. Hubiera preferido quedarme en Madrid y que ocurriera lo que tuviera que pasar. O mejor tendría que haber partido antes. Así lo hicieron Juan Ramón, Ortega, Marañón, Azorín, Baroja y tantos otros amigos desengañados sobre el futuro de nuestro país. Pero yo siento a España en el corazón, me duele la patria y también me indigna. Aquí de cada diez, nueve embisten y solo uno piensa. Ha habido demasiados errores, tantas muertes innecesarias, tantos desmanes que incluso ahora con la derrota temo que no va a ser suficiente. Es sorprendente la capacidad de odiar que podemos tener, quizás comparable con la de amar, como si fueran los dos bueyes del mismo yugo.

 Sospechaba que una de las dos Españas te podía arrancar hasta la sombra y, sin embargo, no he podido mantenerme al margen. Mi apoyo al Gobierno de la República ha sido una posición moral, una cuestión de principio. Solo podía aceptar al gobierno legítimo que representaba la voluntad libre del pueblo y no el impuesto por la fuerza de las armas. Soy liberal y republicano, por tradición familiar, y filántropo por convencimiento, porque la razón empuja a ponerme en el lugar del otro para poder entenderlo, pero más que nada hubiera ansiado ser un hombre corriente, desapercibido, que aspirase a llegar a puerto despacio, como un río se diluye plácidamente en la mar.

 La conciencia se va y vuelve, madre. No sé si en unas de estas idas y venidas ya no regresaré. La primera dentellada de esta locura la recibí cuando me enteré del asesinato de Federico García Lorca. Me eché las manos a la cara y lloré como un crío. Un pelotón de fieras lo acribillaron a balazos. No podía creer que una personalidad tan arrolladora y llena de vida se hubiera apagado. Puedo rememorar mi primer encuentro con Federico en Baeza, donde me había trasladado después de la muerte de mi esposa. Allí, en la ciudad renacentista un buen día apareció Federico y otros alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de Granada, que venían de excursión cultural con su maestro de Historia del Arte.

 Me llamaron la atención los ojos inquisitivos de Federico y sorprendió a los presentes el poema vibrante que declamó en el Casino. Federico acompañó la velada tocando con gracia en el piano fragmentos de piezas clásicas. Él era entonces un estudiante que no tenía nada claro lo que esperaba de la vida. No sé si mi amistad y las charlas que mantuvimos sobre la poesía de Rubén Darío tuvieron alguna influencia en su decisión de convertirse en poeta. El desparpajo de Federico me desarmó. Intenté hacerle ver que yo aspiraba a buscar la perfección del poema en la sencillez y en la espontaneidad, y que había abandonado el influjo del predominio de la estética sobre la razón. La poesía, le decía, tiene que nacer desde dentro y ser algo más cercano y sincero. Federico no era, igual que yo, un hombre desencantado, sino un joven prometedor de una sensibilidad desbordante, cuyo torrente poético aún pugnaba por brotar con naturalidad.

 Después de la muerte de Federico, sabes madre, me insistieron que abandonara Madrid. Mandaron a Rafael Alberti y a León Felipe para convencerme. Acepté a regañadientes con la condición de llevarte conmigo, y también a mi hermano José, a mi cuñada Matea y a sus tres hijas. Fuimos todos a Valencia, donde tuve la oportunidad de presidir el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Allí pude conocer a un selecto grupo de escritores que hicieron causa común contra el fascismo. Estuve con Malraux, Dos Passos, Hemingway, Vallejo, Carpentier, Brecht o Neruda. Fue reconfortante conocerlos y hablar con ellos. Parecían tan vitales y enérgicos. Yo en cambio estaba lastrado, como si la pena y la angustia de lo que intuía inevitable hubiera socavado el empuje que siempre había tenido. El avance de las tropas sublevadas motivó después un segundo traslado de la familia a Barcelona y más tarde una improvisada huida a Francia.

Todo ha sido tan lamentable. En el camino perdimos el baúl con el equipaje y, lo que es peor para mí, el cartapacio que contenía cartas, borradores y algunos poemas. Fuimos en una ambulancia. A través de los cristales veíamos largas columnas de personas andando con lo que habían podido llevar, dirigiéndose hacia el norte. Iban con el miedo y la desesperación esculpidas en sus caras, mal vestidos, hambrientos y con una mirada de desolación, de profunda amargura. Los últimos quinientos metros los hicimos caminando bajo la lluvia. Mi hermano José me agarró del brazo para ayudarme a andar. Me fallaban las piernas y renqueaba. Nuestro querido amigo, el escritor Barga te llevó en brazos. En el paso fronterizo de Els Balitres los gendarmes después de algunos titubeos nos dejaron pasar y, gracias a las gestiones de Barga, nos trasladaron en coche hasta Cerbère. Habíamos evitado el internamiento en un campo de refugiados. Pasamos la noche en la estación, resguardados del viento y la lluvia en un viejo vagón abandonado en una vía muerta. Allí, madre, estabas desorientada y de vez en cuando nos preguntabas si quedaba poco para llegar a Sevilla. Extenuados, y sin apenas dormir y comer nada, tomamos el primer tren para Perpiñán.

Cuando estábamos llegando a Collioure me di cuenta de que la situación había llegado al límite de lo soportable y decidimos bajar. Fue una suerte hacerlo. Han sido todos tan afectuosos. El jefe de estación, el joven Jackes Baills, nos indicó dónde estaba el hotel Bougnol. Allí también se alojaba él. Luego el ferroviario leyó mi nombre en el registro y ha venido a menudo a verme a interesarse por nosotros e incluso me ha traído libros. Dice que de niño había leído algunos de mis poemas. La señora Quintana ha sido muy hospitalaria, se ha preocupado mucho por ti y porque estuviéramos lo más confortablemente posible. La señora Juliette Figuères, de la mercería, también se ha conmovido con nosotros y nos ha facilitado ropa y además me ha traído tabaco. Ha sido un alivio que nos trajera un par de camisas ya que José y yo teníamos que compartir la que teníamos puesta y alternarnos para comer mientras se lavaba la otra. Se lo agradezco muchísimo. No tengo dinero para pagarles tantas atenciones, espero que alguien pueda hacerlo por mí.

 Madre, tengo la sensación de hundimiento, como si el colchón de esta cama me estuviera engullendo. Mi vida ha sido alegre y triste a la vez. He sido afortunado en algunas cosas y desdichado en otras, como todos supongo que los somos. Me arrebataron a Leonor cuando era demasiado joven y tardé años antes de salir del pozo en que me precipité. Luego cuando recuperé el aliento para seguir viviendo me enamoré de una mujer casada. La amé y creo que me correspondió. Las circunstancias y esta fatídica guerra nos han separado. También el conflicto bélico me ha distanciado de mi hermano Manuel. Mi querido hermano mayor, al que tanto admiro y estimo, se ha adherido a los golpistas. No importa lo que haga, es mi hermano, pero llevo meses sin saber de él, aunque tengo la esperanza de que habrá intentado buscarme. Madre, ya sé que tienes debilidad por él. No me importa en absoluto. No soy como Manuel, alegre y efusivo, ni dicharachero, con ese humor chispeante siempre dispuesto a la jarana. Carezco de esa elegancia natural que Manuel tiene. Nunca he dado demasiada importancia a mi aspecto, a ese torpe aliño que profeso. Me considero más bien un hombre austero, introvertido, que le gusta hablar poco y prefiere estar solo para poder meditar con tranquilidad. Manuel es mucho más afable y simpático, siempre te hacía reír. Le echo tanto de menos.

Tampoco sé nada de mis sobrinas, tus nietas, las hijas de José y Matea a las que he visto crecer y que son como si fueran mis propias hijas. Tuvieron que irse a Rusia cuando estábamos en Barcelona y no tenemos ninguna noticia. Esta maldita guerra. He perdido todo lo que más quería. Apenas me quedas tú, a quien no he podido evitar todo este rosario de calamidades ¿Qué necesidad tenías de pasar por esto? Mi hermano José es fuerte y podrá sobrellevar las circunstancias cuando yo no esté. Ponerte a salvo a ti y buscar a las niñas para luego viajar a algún país de América. Europa ya no es ningún santuario. La sombra de la intolerancia y la amenaza a la libertad se cierne sobre el viejo continente.

Todavía estoy aquí. Sigo dialogando conmigo mismo. Siempre he buscado en mi interior un confidente. Pero esa voz no es una sola, recia y clara, sino un murmullo de voces distintas. Por eso escribo para confrontar las ideas, para debatirlas con ese desconocido que también somos. A veces en este afán me desdoblo en Abel Martín o en Juan de Mairena para expresar un cierto escepticismo o una actitud de ironía. Puede que en estos heterónimos busque a Dios para que me pueda dar algún consuelo. No estoy seguro de nada. Solo tengo la certidumbre de ese niño que fui, de esos días azules entre naranjos y limoneros en aquel patio de Sevilla, y de ese inmenso, protector y luminoso sol de mi infancia. Ahora que voy a morir lejos de mi patria, intuyo que sigo siendo aquel niño soñador que se arrojaba a tus brazos. Siento tanto irme antes. No sé si me puedes oír. Adiós, Madre... 

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