domingo, 3 de diciembre de 2023

La Maga ( Relato incluido en la colección de cuentos No preguntes en la India por qué las vacas son sagradas de José María Sánchez-Ros)




  • La Maga
    Comisario, tiene usted que creerme. Soy el único culpable de este crimen. No recuerdo ni
    siquiera su nombre. Para era solo la Maga. La maté con estas manos desnudas porque que
    ella me lo pidió. Pero antes de que me detenga y encierre deje que le cuente la historia. No
    estoy loco, aunque lo parezca. Puede que haya estado enajenado y tuviera secuestrada la
    razón durante demasiado tiempo. Me comporté siendo un imbécil que iba desnortado como
    un pollo descabezado, ya que la adoraba; pero cuando estuve a punto de despeñarme he
    podido valerme y recuperar el juicio, por eso lo hice. Confieso que hubo alevosía y
    nocturnidad. Fue un arrebato meditado, un impulso que no pude contener como si al hacerlo
  • estuviere defendiendo la vida. Ahora le diré todo lo que para que pueda encontrarla, pero
    antes escúcheme por lo que más quiera.
    Como ve soy un hombre diminuto, lo que se dice vulgarmente un enano. No estoy nada
    acomplejado, o eso al menos pensaba. Aprendí de mis padres a convivir con la acondroplastia,
    a superar las di+cultades, a empinarme para abrir las puertas y sortear los obstáculos que la
    vida me presentaba. No me amedranto si alguien se me queda mirando. Tengo sentido del
    humor y pego la hebra si hace falta con el lucero del alba. No me corto un pelo porque la
    la timidez no era un lujo que me pudiera permitir Las mujeres me encantaban, por supuesto.
    Alguna se fijó en porque vio algo más que al pequeño monstruo que aparento. Tengo un
    tronco proporcionado, aunque mi cabeza es demasiado grande con una frente prominente
    que parece una gárgola. En cambio, mis brazos y piernas son demasiado cortos para el tamaño
    de mi cuerpo. El amor era para traicionero. Las flechas de Cupido me pillaban
    desprevenido, pero lograba zafarme del canto de las sirenas. Era un enano que entonces se
    embriagaba y las prostitutas con su fingimiento me sacaban de esa absurda zozobra.
    Pero con la Maga fue algo distinto, inesperado. La conocí por casualidad en una librería. Me
    preguntaba por una buena edición de Rayuela y hablamos sobre Cortázar. Ella no tenía miedo
    ni miraba con recelo o con asco. Siempre se paraba y no evitaba la conversación. Era ingeniosa
    y creo que mis comentarios la hacían sonreír. Pero esa mirada limpia, sincera, fue bajando el
    escudo que me protegía. Y sin tener ninguna intención fui alcanzado por el dardo que nubla el
    entendimiento. Quedé paralizado con una mezcla de tristeza y alegría. Ambas sensaciones
    opuestas venían juntas, pero separadas como si fueran agua y aceite. Había amargura porque
    no tenía ninguna posibilidad, era improbable que aquella mujer esbelta se pudiera fijar en mí.
    Pero al mismo tiempo estaba exultante puesto que me contentaba con verla y hablar con ella
    un rato. En ese destello aquilataba un trozo de felicidad que, aunque fuera fugaz, me
    confortaba.
    Estaba dispuesto a ahogar ese amor en soledad. La Maga era para el cielo en la &erra, mi
    bien, mi vida. De vez en cuando tenía la increíble suerte de encontrarla y entonces me sen$a
    tan dichoso del mismo modo que pudiera serlo Horacio Oliveira buscando a la Maga por los
    bulevares y puentes de París. Entretanto fatigaba los pasos como un fugi&vo que no supiera
    con certeza a dónde ir y con cualquier excusa deambulaba errá&co, subiendo y bajando las
    calles. Iba mirando al frente con el pálpito de poder cruzarme con ella y, al mismo tiempo, de
    soslayo barría con la vista hacia derecha e izquierda las tiendas y los escaparates por si hubiera
    la más mínima posibilidad de localizarla, hasta que de una forma presentida surgía el milagro.
  • Eran unos segundos, apenas un instante, un breve saludo, algunas palabras triviales y una
    escueta despedida. Pero esa sonrisa franca y esos chispeantes ojos me bastaban. Y luego, con
    la euforia, sucedía que no podía dominar el ansia de salir corriendo para gritar como un
    poseso: Hoy por fin la he visto y he hablado con ella un momento. Hoy me ha llamado por mi
    nombre y parece que no está enojada. Hoy el cielo es azul, muy azul. Hoy puede que todavía
    tenga alguna esperanza. Hoy no quiero que venga la noche.
    Pero después de la euforia venía la caída al pozo. Pasaban los días y las semanas y no la volvía
    a ver, como si la tierra se la hubiese tragado. En mi delirio nada parecía tener sentido si no
    podía encontrarme con ella. La mirada de la Maga es la que me daba el ánimo para vivir y
    seguir arrastrando este penoso cuerpo, aunque fuera agazapado en la sombra. De nuevo en el
    instante más insospechado, cuando estaba a punto de perder el sosiego, la atisbé a lo lejos.
    Pensé que podía equivocarme, que sería otra, ya que en otras ocasiones mi inquieto afán la
    había confundido, pero era ella. No iba sola, un hombre alto la acompañaba. Se reían. No tuve
    el atrevimiento de acercarme más. Me escondí acobardado detrás de un árbol. Los celos me
    apretaban la garganta con la rigidez de una soga.
    Y aquí fue, señor comisario, cuando vino mi reacción. No puedes seguir soñando, me repetía,
    sabes que tienes que despertar y afrontar la áspera realidad que te devuelve el espejo. No
    ponía límites a la desmesura. Tenía que dejar de quererla por la misma razón que debía dejar
    de fumar y de beber tanto como ya lo hacía. Porque querer así con esa obsesión sin sen&do
    me estaba matando. Era una muerte lenta, silenciosa, que te va aniquilando hasta anular la
    voluntad. Te ha absorbido tanto ese dolor que ya no puedes pensar, no puedes dormir. Estáas
    desconcertado en una espiral de la que no sabes cómo salir.
    Pero un día te despiertas y estás resuelto a acabar con todo, incluso a levantarte la tapa de los
    sesos. No quieres continuar con ese sufrimiento. Y haces una locura. Esperas a la Maga hasta
    que ella sale de su casa. La sigues y cuando atraviesa el parque la abordas. No desconfía de ti,
    parece incluso hasta que se alegra de verte. Tu mano esconde algo en la espalda. Tienes la
    indecisión de abandonar el empeño que ya habías decidido. Se reiría o saldría corriendo
    asustada. Dudas de cuál sería su actitud. Te armas de valor y le dices que la quieres, que te
    perdone por ello, pero que no puedes evitarlo. La mano que tenías escondida la extiendes.
    Está sorprendida cuando le entregas una rosa encarnada. Ella te mira con asombro y adivinas
    un brillo de tristeza en sus ojos. Te devuelve la rosa. Te dice que por tu bien la &enes que
    olvidar, que el &empo curaría la herida y que estaba segura de que saldrías adelante. Yo no te
    puedo querer en la forma que a ti te gustaría, dice con pena. Te vuelves sin atreverte a
  • levantar la cabeza del suelo, dispuesto a cumplir la promesa que hiciste de olvidarla. Cualquier
    cosa que te hubiera dicho la habrías hecho sin vacilar. Solo te ha pedido que la olvides, que la
    ignores, como si fuera algo que se pudiera hacer voluntariamente.
    Y este ha sido mi crimen, señor comisario. Por esa pasión que le profesé después de muchas
    noches en vela, de vaciar lágrimas y de gritar en silencio, de estrujar la frente para poder
    sacarla de mi cerebro he conseguido matar ese amor. Fui arrinconando las veces que la había
    visto, lo que me había contado y todo aquello que la podía evocar. Y poco a poco fui
    separando cada uno de estos recuerdos para desmenuzarlos y sepultarlos, como si estuviera
    desmembrando un cuerpo. Pensé que jamás lo lograría, pero un día el rostro de la Maga se fue
    difuminando. Ya no veía su cara y empecé a olvidar el timbre de su voz, el eco de su risa o el
    sesgo de su mirada hasta que desapareció por completo. La maté con mis propias manos como
    se estrangula a un gorrión o se cierra una ventana para que no entre la luz del sol. Lo hice
    porque ella sencillamente me lo pidió. Fue lo más bello que nunca retuve y lo dejé volar. Su
    libertad fue para mí una condena. No me acuerdo de nada, señor comisario. No sé dónde vive,
    ni cómo se llama. Solo veo el ovalo vacío de su cara despojado de facciones. No recuerdo el
    color de sus ojos, ni la curva de sus labios, ni aquella sonrisa que me fascinó. He perdido el
    ángulo de su mirada. Por eso me entrego señor comisario, porque he matado a lo que más quería.