viernes, 25 de mayo de 2012

Mark Twain. Diarios de Adan y Eva. Reseña de Francisco Manuel Granado Castro.




DIARIOS DE ADAN Y EVA. RESEÑA DE FRANCISCO MANUEL GRANADO CASTRO.

Cuando yo era más joven creía que Dickens y Mark Twain eran intercambiables, dos novelistas de humor delirante que adornaban ambas orillas del Atlántico anglosajón. Luego he ido descubriendo dolorosamente que la inocencia sólo se forja una vez y luego no cabe refundirla ni operar empalmes. Dickens poseyó la suficiente disciplina para encauzar su imaginación y producir onerosas novelas que uno puede adquirir ordenadamente, incluso sistematizadas en las Obras Completas de Aguilar (¡ilustradas!).

Pero el viejo Twain, para el comprador español, resulta esquivo, traicionero y letal. Aparte de una docena de novelitas canónicas, de temática a veces desconcertante y nunca muy extensas, el resto, sus artículos y discursos, sus cuentos y ensayos, sufren de una disparatada confusión. Para adquirir un cuento flamante que no tengas, debes volver a comprar otros diez por enésima vez, nunca en el mismo orden. La misma obra puede contener extractos y fragmentos en una edición que luego desaparecen en otra. El desbarajuste enfurecería a un Job recién nacido.

Aparte de la inquina natural que segregan los editores contra su enemigo jurado, el lector, creo que el desastre debe mucho a la peculiar manera de componer de Twain.

Era un escritor impaciente, voluble, con altibajos de carácter que lo alejaban de la pluma. Podía pasar varios días exaltado en que componía cinco maravillosos capítulos y luego caer en un letargo de meses en que apenas se acercaba al papel para pergeñar aprisa un encargo que cobrar a precio de oro a una revista.

Cuando estaba inspirado su humor resultaba apabullante, pero nunca logró seleccionar y discriminar lo que se le daba bien, la vida popular de la América profunda, su acento vernáculo, y sus propias obras adolecen de fragmentos dispersos e intercambiables, productos de los distintos estados anímicos que lo trasegaban. Nadie con ese nivel de excelencia ha desbarrado tanto ni experimentado cosas tan disímiles, desde el microbio a las galaxias, de la historia ficción a la Biblia, la diatriba política, las aventuras juveniles, los viajes, incluso hasta el más allá, Satanás o la crítica literaria, las continuaciones y comentarios a sus propias obras y los discursos, la fábula y la autobiografía.

Sus obras largas suelen comenzar de una manera apoteósica y prometedora, para más temprano que tarde terminar diluyendo su entusiasmo y arrastrarse hasta un final cogido casi a contrapelo, si no es que necesitaba abultar más el volumen y el muy ladrón le añadía anexos y epílogos. Sin embargo, incluso en los más burdos rellenos mercenarios podía alzarse con frases y ocurrencias geniales, con atisbos de ese portento al que asociamos su nombre. Hombre para las antologías, para las recopilaciones, descubrió por sí mismo que escribir exigía un estado de ánimo adecuado y se resistía a ponerse ante un papel sin él. La suya es una obra inacabada, en marcha.

Nunca se consideró un novelista y en cierto modo tenía razón. Funcionaba perfectamente en el relato corto, en la anécdota contada por algún peón o profesional sin pretensiones, en el extracto, en la reflexión espontánea a propósito de cualquier tema. Solía cambiar de propósito en plena obra y como valoraba su producción por la cantidad, pues era más exiguo que abundante, prefería acumular manuscrito antes que rectificar y eso provocaba cambios de rumbo que dejarían bizco a un camaleón. La mayoría de las veces sus libros se concluían por aglomeración.

Por eso el Diario de Adán y Eva resulta una muestra deslavazada de pura genialidad, poesía y humor combinados, interrumpidos por los accidentes de su composición. El lector nada más abrir el Diario de Adán recibe una bofetada de humor, ingenuo en apariencia, descarnado conforme pasan los párrafos, y a poco confundirá a Adán con el propio Twain, irreverente, natural, blanco de sus propias burlas.

Adán como tipo y como individuo siempre le fascinó. En su primer libro de viajes, Los inocentes en el extranjero, ya se inventa una tumba de Adán en plena tierra santa, para aliviar su deseo de caricaturizar algún tema bíblico sin escandalizar al lector. El fragmento del Diario de Adán lo inició en 1892, y lo publicó el año siguiente para un volumen especial en que varios escritores trataron sobre las Cataratas del Niágara. Se publicó con el pomposo título de “La primera y auténtica mención de las cataratas del Niágara. Extractos del Diario de Adán. Traducido del original por Mark Twain.”

Doce años después, ideó un Diario de Eva en memoria de su esposa muerta. Frente al personaje cómico del hombre, a ella le atribuye una encantadora ingenuidad y una tierna curiosidad por el mundo que la rodea Es un retrato al agua de su esposa, un canto nostálgico al paraíso perdido, como asegura la última frase del libro. En uno de los fragmentos de Eva parece un poema al revés, cuando ella se pregunta por qué ama a Adán y en lugar de colocar sus virtudes, pondera sus defectos.

Produce el libro una sensación de gozo, transmite el placer del descubrimiento, por la inocencia con la que ambos descubren el mundo y se descubren a sí mismos y al otro. Se sorprende Adán, por ejemplo, él que estaba acostumbrado a estar solo en el Edén, hablando en plural: “¿Tendremos? ¿Nosotros? ¿De dónde he sacado yo esto de nosotros?”, y ya está irrevocablemente en la pluralidad.

Y con el mismo espíritu de explorador con que descubren el mundo, alumbran palabras, ponen nombre a las cosas, nominan, (aunque Adán no entienda muy bien la necesidad de tal quehacer: “Sigue emperrada en pegar nombres a cosas que ninguna necesidad tienen de ellos”) y, en fin, descubren lo que es una “excusa”, una “catarata del Niágara” o un “pez”. Se preguntan cosas tales como por qué en el Edén los leones se limitan a comer hierba si están armados con esos puntiagudos dientes. Descubren el mundo, lo estrenan, aprenden a sonrojarse como una pareja de recién llegados a la pluralidad que citaba antes. No olvidemos que la infancia del escritor fue en tierras semi-vírgenes a orillas del infinito Mississipi. También de niño descubrió el mundo por sí mismo y esta fábula le permite recrear su absorbente delicia.

Suelta Twain, a pesar de esta beatitud narrativa, ideas agudísimas, combinando la poesía con el humor en un juego exquisito: “Aquello iba contra mis principios, pero he descubierto que los principios sólo conservan verdadera fuerza cuando uno está bien nutrido”. Y es genial, porque la misma mano con la que Twain reparte estos derechazos, modela sutilezas: “Anoche se soltó la luna, se deslizó hacia abajo y cayó fuera del artilugio. Fue una pérdida muy grande, y sólo con pensarlo se me destroza el corazón”.

Cuando llegan los niños a poblar la nada ambos se retratan: ella, cuidadora innata, techo, cobijo para los críos; él, despistado ante los prodigios que se operan en el crecimiento, pues ni siquiera sabe a qué especie pertenecen los “animalejos” a los que llaman Caín y Abel. Atentos a esa parte, cuando el asombrado Adán intenta averiguar qué tipo de animal es Caín. El texto es corto, intenso, como escrito de un tirón, y permite una lectura semejante.

Es el epitafio final el que nos hace releer todo el libro de un modo distinto, confiriendo una honda piedad y nostalgia a toda la sucesión de sucesos que Twain ha ideado para la pareja.

viernes, 18 de mayo de 2012

Francisco Manuel Granado Castro. La cabeza de Diana,




Presentación de la novela La cabeza de Diana de Francisco Manuel  Granado Castro.

Señor Decano, señoras y señores. Buenas tardes a todos:

   Me es muy grato hacer la presentación de la novela La cabeza de Diana de Francisco Manuel Granado Castro. La razón de esta complacencia no es sólo por la amistad que me une con el escritor sino también por la calidad de su obra literaria.

   Francisco Granado nació en la localidad sevillana de Guillena. Es abogado y colabora en la revista La Toga, que edita el Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla. Es uno de los miembros fundadores de la Tertulia Porvenir XXI de Sevilla, donde imparten su magisterio el poeta argentino Ángel Leiva y la profesora Susana Jákfalvi. La cabeza de Diana es la tercera novela de Francisco Granado. La primera novela que escribió fue La más bella amante por la que fue finalista del Premio Guadalquivir de novela 2010.

  Francisco Granado no es un escritor accidental que haya surgido de la noche a la mañana. Creo que es más bien el paradigma del escritor que hace de su profesión su vida. Desde que lo conozco siempre andaba escribiendo una novela o un relato, o un poema. Granado no escribe para vivir, sino todo lo contrario vive para la escritura. La escritura es su vida. Cuando le pregunté un día desde cuándo y por qué escribía me contestó:

“… Me temo que no estoy preparado para hablar coherentemente de ese mundo de pulsiones e intuiciones que son el alma viva de mi escritura, o la de cualquiera. Sólo atino a pensar que desde siempre quería participar en esa belleza, en ese portento, y no me refiero a la literatura, sino al lenguaje, a esta alegría de idioma que usamos tan desaliñadamente y que sin embargo nombra al cielo, al amor, a la madre y a Dios, todo en la misma frase. Este instrumento que sabe discernir mejor que nosotros la realidad, y que por eso todas las propagandas que en el mundo han sido tratan de amaestrar y llevar a su terreno. Me admira que en la penumbra de una habitación la palabra lucero brille, que al socaire del cariño llamen a un niño tesoro, mi’arma, que hombres macerados por el campo lancen al aire frases como el cepellón tronchado germinó en la sementera. Que las cosas y las personas lo sean porque una vez un mago creó esas dos palabras. Imagínate inventarse una palabra, como Cicerón. No sabiendo cómo referirse a los géneros, se sacó de la toga ese término que nadie usa nunca: sexo. Menudo epitafio para un romano, tan serio como parecía.

Desde niño, el idioma me ha intrigado. Una cosa tan bella, tan cotidiana como el agua o el aire, pero que no es obra del Creador, sino que alguien lo inventó. Resultaba por tanto uno de los pocos misterios de la vida sobre el que podía profundizar.

Escribir es acostumbrarse a la incomodidad de la vida. Siempre estás decidiendo entre una solución y otra, un personaje y el contrario, una palabra contra el resto del diccionario, renglón tras renglón, sin ninguna tregua. Pero la pregunta de por qué escribimos es difícil. Sería como contestar a la cuestión de quiénes somos. Sólo sé que hay un anhelo que no se calla nunca, que puede dormir latente meses hasta que vuelve a picarte en las yemas de los dedos. Ya no sé si hay vida inteligente más allá de esta vida tonta, ni sé si escribir es recomendable para un hombre decente. La gente que no escribe me parece terriblemente feliz, envidiablemente sana. Y cuando más quiero alejarme, cuando ya el papel está doblado para caer en el cubo de la papelera, siento esa minúscula llamada que me dice, Pablo, Pablo ¿por qué me persigues? ¿No me amas? Apacienta mis ovejas."

   En lo que se refiere al origen de esta novela se puede reseñar que el suceso que lo desencadena tiene lugar en enero de 2008 cuando en el Cerro de San Antonio, en la ciudad romana de Itálica se descubre una cabeza diademada de mármol blanco de una diosa romana. La piedra se hallaba estragada y oscurecida en una mejilla. Ataviada con sus habituales atributos iconográficos: la diadema sobre el pelo ondulado que se recogía detrás para no molestar las labores de caza. El descubrimiento es considerado como el hallazgo arqueológico más relevante de la últimas décadas y representa a una deidad romana que bien pudiera ser la diosa cazadora Diana y que podría proceder de la Isla Griega de Paros. La pieza estaría datada entre los siglos I y II de nuestra era.

   Este descubrimiento no podía pasar inadvertido para la desbordante fantasía de Francisco Granado, que le sirve como pretexto para armar la trama de una novela policíaca ambientada en la Inglaterra de la segunda guerra mundial. Granado me decía que la diosa presenta un rostro maravilloso y que al escribir la novela se proponía desvelar lo que se siente al sacar de la tierra esa mirada intrigante, y a la vez encantadora, tantos siglos escondida. Para este propósito, me decía, llevo la pala.

   En su novela Granados detalla el momento del descubrimiento cuando dice:

   “Un jornalero de piel terrosa se encorvó sobre el espacio de tierra que su sombra cubría y clavó el azadón. El filo de la hoja tropezó con un obstáculo. El labriego farfulló una maldición rudimentaria, inconsciente, como el gesto de quitarse la gorra al oír la campanada del ángelus. Soltó el mango del apero y se hincó de rodillas a sacar la piedra. Cuando enterró las manos entre los grumos del mantillo abierto, sus encallecidos dedos no tocaron una piedra al uso, sino que recorrieron una forma de contorno sinuoso. Entonces vislumbró una blancura ósea, fantasmal, al fondo de las desmenuzadas raíces de grama, entre las lombrices y hormigas.

Alonso Bando habría comenzado así esta historia, con una imagen aparentemente trivial, pero de inquietantes consecuencias. Siempre prefirió los inicios simples, que permitieran al lector visualizar el meollo del problema. Apenas se habría detenido a esbozar al fondo la silueta de un pueblo, habitado sólo por ladridos y una ululante desazón entre los olivos. Cierta nube en el horizonte modelaba la forma de una yegua furiosa. Quizás el optimismo de Alonso no hubiera reparado en las torvas miradas que el labrador dirigía a su alrededor, donde otros hombres doblaban la cerviz contra sus respectivas zanjas.

El campesino escupió la colilla y se secó el sudor de la frente con una manga, antes de que sus manos excavaran con la impaciencia del perro que olfatea el hueso. Su apresuramiento alertó a los demás, que le rodearon para que les enseñara lo que había encontrado. Se incorporó en el hoyo a regañadientes.

Entre los terrones del humus primordial, bajo las botas del cavador que se rascaba el mentón, contrariado, los cinco hombres vieron el rostro de una mujer esculpido en mármol, cuyas pupilas blancas parecían contemplar con extrañeza el cielo, como si éste fuera una extravagancia a la que la serena estatua no estuviera acostumbrada. Los aldeanos la observaron arrobados, con cierto temor, como si su larga estadía subterránea le hubiera comunicado telúricamente algún poder. El hombre más joven, el de la camisa blanca, dirigía la cuadrilla, aunque faenaba tanto como los demás, e impartió alegres órdenes para terminar de desenterrar la cabeza sin dañarla.

A eso se dedicaron el resto de la tarde, hurgando en la vieja madre, que pacientemente soportó la exhumación. Ahondaron más por si aparecía el resto de la estatua, pero no la encontraron ni la echaron de menos. La tierra, que no olvida, devolvía una de sus criaturas y los hombres, que aman el presente, se deslumbraban ante el pasado como si fuera nuevo. Así la imagen de una diosa que una vez dominó templos, ritos y ofrendas, yacía ahora sin estrépito sobre una estera y era envuelta en un jirón de mantas dentro de una espuerta para ser porteada por manos infieles.”

  Granado se planteó centrar el descubrimiento de la diosa en mitad de una guerra, pero como la guerra civil española le parecía muy incivil por el maniqueísmo imperante, prefirió trasladar toda la trama a la ciudad de Londres que le parecía un lugar más civilizado.

  En cuanto a la estructura de la novela se puede señalar que tiene tres partes, dividida a su vez en ocho capítulos cada una. La primera parte tiene el rotulo El sueño de Londres. La segunda Dioses no catalogados y la tercera Luz de Tormenta.

  La novela está escrita con una alternancia de la primera y tercera persona. Como toda novela posmodernista, no hay un solo registro sino diferentes atalayas que el escritor, con su oficio, esgrime para ofrecernos la realidad de la historia que nos quiere contar. La novela se abre y se cierra con la confesión del Teniente Gómez, quien anuncia el principio y el final de la historia. El resto de la novela está escrita en tercera persona con concesiones a la primera persona bien a través de las reflexiones de Emna Wells o de los diarios de Alonso Bando y de Lucas que se intercalan en el texto. La novela ofrece por tanto un abanico de voces con registro propio. Así por ejemplo Granado cuando Lucas narra sus desventuras lo hace en un castellano castizo que el autor se ha esmerado en trasladar.

  Para confeccionar la novela Granado se documentó sobre la batalla de Inglaterra. La situación dramática que vivía la población de Londres durante los bombardeos de la Luftwaffe permite a Granado revestirse de un fondo histórico que envuelve toda la historia y que le sirve como contrapunto.

  La protagonista de la historia es Emma Wells, una profesora de Oxford que en busca de un antiguo amor, inicia en septiembre de 1940 una imprudente investigación sobre una estatua robada en el Londres asediado por las bombas de los cazas alemanes de la segunda guerra mundial. A la intrépida profesora le acompañará durante sus pesquisas por los barrios bajos de Londres el capitán español Miguel Laredo. La búsqueda de la Diosa es el hilo con el que se va cosiendo los dos asesinatos que presencia Emma.

  Siempre es discutible catalogar a una novela dentro de un género concreto. Los límites entre la novela policíaca, de espionaje o de aventuras son difusos. Yo la consideraría como una novela negra con una fantástica ambientación histórica. Y a la vez también la calificaría como una novela de aventuras en la que late una historia de amor.

  Un personaje recurrente en las novelas de Granado es el personaje latente que tiene una continua presencia en la novela a través de las referencias de otros personajes, pero que apenas interviene en el desarrollo de la trama. En esta novela de Granado este personaje latente es Alonso Bando, al que se nombra constantemente, y que sólo aparece en la historia a través de un diario que encuentra Enma. Alonso es un amor de juventud de Emma Wells y es el motivo del que se vale el autor para sacar a la profesora de su cátedra de Oxford y llevársela a Londres. Emma busca desesperadamente a Alonso Bando, aunque al final encuentra el amor donde no lo esperaba.

   La novela plantea el misterio de la desaparición de la cabeza de Diana y a la vez trata sobre el inicio de la batalla de Inglaterra. Alemania se había zampado el continente europeo y trataba de forzar a Inglaterra a la paz o invadirla. También narra cómo unos pilotos con unos cursillos dados a toda prisa, detuvieron la embestida de la Luftwaffe. Esta resistencia y el posterior ataque a Rusia determinó el fracaso de los nazis. La novela es un canto del autor en contra del desastre colectivo, el asesinato en masa, en medio del cual los protagonistas se entretenían en descubrir a un mero criminal. Buscar un asesino en medio de una matanza general era tan perverso como necesario.

   Me consta la admiración de Granado por los escritores Mark Twain, Charles Dickens, Augusto Monterroso, Jorge Luis Borges, Manuel Múgica, pero sobre todo por Miguel de Cervantes. Granado es un cervantista convencido de que es imposible escribir nada sin hacer un homenaje al autor del Quijote.
Y así a propósito de un desayuno que le sirven dos damas inglesas al Capitán Laredo Granado dice:
Se atrevió el capitán a parafrasear aquella cita del Quijote:
Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera un capitán/ cuando a Gran Bretaña vino.

   La recreación de los personajes y la ambientación histórica de la novela es excelente. Quizás lo mejor de la novela, y donde el autor muestra su oficio son los diálogos que trufan la novela. La confrontación dialogada de situaciones y personajes nos da un punto de vista objetivo de la historia. Granado, como un paciente orfebre ha trabajado cada palabra y tilde de esta novela que destaca por su lirismo y por un especial sentido del humor. Las comparaciones y metáforas de que se vale son excepcionales. Los diálogos son vibrantes y hacen que la novela tenga un ritmo que va creciendo hasta el final.
  
   Cuesta tanto trabajo escribir una novela que el mejor reconocimiento que se le puede hacer al autor es leerlo. Lean a Granado y estén seguros que están leyendo a unos de los más prometedores autores andaluces.

Sevilla a 17 de mayo de 2012,
José María Sánchez-Ros Gómez.